Arturo Fernández ha sido unos de los grandes actores del cine español. En las antologías debería de figurar entre otros su personaje de Distrito Quinto (1958), la película que Tarantino fusiló para su Reservoir Dogs. Para aquellos que crean que Arturo era sólo un galán de comedias sofisticadas les animo a visionar el clímax de El crack dos, la película de Garci. Su villano es una auténtica creación y da una idea de su genio.
Arturo ha sido un seductor, pero para seducir hay que saber amar. El amor por su familia, la bonhomía con el público, eso no se imposta. Cuando le paraban por la calle, gente joven -adolescentes-, la cantinela era siempre la misma: "Es usted mi ídolo, el de mi madre y el de mi abuela". Esa capacidad de trascender épocas de ser ídolo de generaciones tenía que ver con su persona, era popular en el mejor sentido de la palabra.
Arturo nunca pidió una subvención para su teatro y era muy consciente de la precariedad que asaltaba a sus compañeros cuando a cierta edad dejaban de llamar los productores. Es quizás el ángulo menos conocido de su personalidad, su tenacidad para no ser arrinconado, su capacidad de imponerse. Arturo sabía mucho de teatro. Podía hacer Shakespeare y Don Juan. Amaba a Tennessee Williams, pero se especializó en hacer reír –noble empeño- también por supervivencia.